Entramos en exclusiva en la casa más bonita de Lisboa, diseñada por el premio Pritzker Paulo Mendes da Rocha
Hay un dicho portugués que reza Quem nunca viu Lisboa, não viu coisa boa, que quiere decir (palabras más, palabras menos) que quien nunca ha visto Lisboa no ha visto lo que es bueno. De la misma opinión es esta pareja portuguesa que, tras vivir unos años en Londres, volvió a la capital de Portugal buscando la luz. Propietarios de una impresionante bodega en la zona de Alentejo, Ermo Wines, y grandes amantes del arte y el diseño, soñaban con encontrar aquí la casa perfecta no solo para toda la familia, sino también para la colección de arte y de mobiliario sobre todo brasileño que habían ido atesorando durante años. Piezas de Sérgio Rodrigues, Joaquim Tenreiro o Jorge Zalszupin, compradas en galerías, subastas o a través de su amigo, el coleccionista y galerista Eduardo Leme (propietario de la Galería Leme de São Paulo). Inês Lobo, arquitecta experta en rehabilitación de edificios y espacios públicos, dio con ella casi por casualidad.
De estado de abandono a la firma de un Premio Pritzker
Por aquel entonces, Casa Quelhas era un edificio abandonado en lo alto del aristocrático barrio de Lapa, pero sus vistas a todas las azoteas de Lisboa, el río Tajo y el mar fueron suficientes para convencerles de que era la elegida. Tampoco había duda de quién era la persona perfecta para hacerlo realidad: el arquitecto Paulo Mendes da Rocha (1928-2021), cuya obra la pareja seguía y admiraba desde hacía años. El Premio Pritzker 2006 inició su carrera en São Paulo en la década de 1950 como miembro de la escuela vanguardista paulista y se hizo rápidamente un nombre con obras maestras como el Museu dos Coches de Lisboa o la Casa Gerassi, en su ciudad natal. Su estética comprometida y poética, basada en crear espacios para ser vividos y compartidos, le ensalzó como uno de los arquitectos más atrevidos del siglo XX y le granjeó la admiración de toda una nueva hornada de jóvenes –y no tan jóvenes– arquitectos. Fue el propio Leme el que les mostró su trabajo por primera vez, y también el que se puso en contacto con él. Bastó una llamada para convencerle: estaba en camino la primera casa privada del maestro fuera de Brasil. Y, sin ninguna duda, una de las más bellas de Lisboa.
El edificio se desmontó por completo, salvando solo la fachada de azulejos verdes, tan típicos de la Lisboa de los años treinta (y que tuvieron que ser sustituidos). Su aspecto es el de uno más del barrio. Desde fuera nada llama la atención. La sorpresa está en la parte trasera, donde una estructura de hormigón blanco sirve como refuerzo del frente principal, lo único que se mantuvo de la construcción original, con una deliciosa piscina que mira al horizonte lisboeta, con la ciudad, el río y el Atlántico como telón de fondo. “Da Rocha quería priorizar las vistas y la luz, ese blanco tan propio de la ciudad y que cambia a lo largo del día”, nos cuentan los propietarios.
Una vivienda configurada al revés
Además de estar volcada sobre la parte trasera, la casa está configurada al revés de lo habitual y planteada, como es frecuente en la obra de Rocha, con espacios abiertos pensados para compartir. La primera y la segunda planta acogen el ámbito más privado, los dormitorios de los padres y sus tres hijos, reservando la tercera para la cocina y el comedor, que se abren a la piscina suspendida. En el cuarto piso está el salón, un “origami de hormigón” en el que la familia guarda muchos de sus tesoros, presidido por la escultura de Miguel Angelo Rocha sobre la chimenea. Fueron ellos mismos los que se encargaron de la decoración, y también de la curación del arte, en este caso con la ayuda de su amigo, el pintor João Louro. En la colección se incluyen piezas del propio Louro y de otros artistas contemporáneos como Hector Zamora, Gabriel Acevedo Velarde, Luiz Braga, los hermanos Campana, Carlos Motta o Zanine Caldas, y también de los arquitectos Finn Juhl y Bodil Kjaer, y luminarias de Viabizzuno con Mario Nanni y Davide Groppi. Además de ser una obra de arte al completo, Casa Quelhas se convierte así en testimonio de varias vidas: la de aquellos artistas que ven expuesta su obra, la del icono que dejó su único sello lejos de la ciudad de São Paulo y la de la familia que encuentra su hogar allí donde el Tajo cambia de nombre.