Ocurre con los mejores planes: una sabe cómo empiezan, pero nunca cómo pueden acabar. Es algo que hemos aprendido también de las películas de ciencia ficción donde la menor alteración en el curso natural de los acontecimientos puede provocar una catástrofe de dimensiones desproporcionadas. De la misma forma, la experiencia histórica nos dice que cualquier invento, en las manos equivocadas, puede convertirse en un arma cuya onda expansiva sea imposible de calcular. Y, en su vertiente optimista, esta premisa serviría para explicar el experimento social de las cadenas de favores: se empieza ayudando a alguien y se acaba mejorando el mundo. En otras palabras, el efecto bola nieve no es un fenómeno exclusivo de las tendencias, pero entre ellas, existen algunos ejemplos que resultan especialmente ilustrativos de esta teoría. A saber, los pantalones que enfadan a las madres.
Aquellos pantalones de pernera extralarga defendidos por Victoria Beckham, se ganaron tan pronto la admiración de Zara como el rechazo de nuestras progenitoras y de los sectores más conservadores de la costura que nunca verían con buenos ojos esos bajos desmesurados hechos para barrer las calles con la misma efectividad que, eso sí, alargan visualmente las piernas. No es tanto una cuestión estética como práctica ya que estos pantalones atentan contra su propio principio de conservación y durabilidad. ¿Cuánto pueden permanecer intactos? ¿Dos puestas? Si es así, ¿dónde está el instinto de preservación, la preocupación ecológica de los millennial cuando más se necesita?
De los creadores de aquellos pantalones, llegaron los maxivestidos, después las faldas, ¿o fue al revés? De hecho, el próximo otoño no habrá prenda de ropa que no esté sometida a esa hiperlongitud que hará que todo lo que arrastre por el suelo sea, paradójicamente, elevado a lo más alto de las tendencias. Así, lo que comenzó tímidamente con unos pantalones, va subiendo grados de intensidad hasta rozar peligrosamente el 10 en la escala Jenner-Kardashian.
No hay más que ver los pantalones de cuero con los que Kylie salía de su hotel en Londres. para asistir al espectáculo de Travis Scott junto a su hija. Ya no es solo que fueran larguísimos es que estaban destrozados. Aquello no había ¿te-los-coso-en-un-momentito-hija? que lo arreglara.
No hace falta preguntarle a Victoria para saber que esto no es lo que ella tenía en mente cuando inventó los pantalones Beckham. Con toda probabilidad, este no es el futuro que auguraba para aquella tendencia que se las daba de elegante y debía provocar sutilmente o, como mucho, desafiar los límites de los gustos más clásicos o de la paciencia de las madres. Llevados al siguiente nivel (nivel Kylie Jenner), no hay duda de que el concepto se le ha ido de las manos.
En retrospectiva parece evidente, pero seguramente la diseñadora no contaba con los tres factores acabarían por converger en este fenómeno del que aún no podemos estimar el alcance. Para intentar entender los pantalones rotos de Kylie Jenner habría que establecer ciertos antecedentes:
→ Por un lado, la hiperlongitud que afectará a pantalones, faldas y vestidos este otoño. Unos centímetros extra en el bajo de todas las prendas para horror de las madres y deleite de las seguidoras de Victoria Beckham.
→ Por otro lado, la nueva ola del grunge, aquella corriente nacida de la contracultura, fagocitada por el sistema y regurgitada en su forma más comercial, es decir, reducida a su símbolos más reconocibles: las camisas amplias de cuadros, los vestidos con camiseta debajo, la camiseta de Nirvana y los rotos en la ropa.
→ Y finalmente, la romantización de la pobreza de la que se acusaba a las zapatillas deliberadamente desgastadas de Balenciaga o las de Golden Goose que tanto les gustan a los Neocayetanos.
Los pantalones rotos de Kylie Jenner reabren el debate sobre el compromiso social de la moda que, como disciplina artística debería poder permitirse remover las conciencias desde la parodia, la exageración o la provocación, pero como industria mercantiliza la desigualdad, obtiene un rédito de la recreación de las desgracias de otros, precisamente, entre los más privilegiados. La consecuencia directa pasa por redundar en el cliché y contribuir a la reducción de “los pobres” a una imagen estereotipada en la que difícilmente caben todos sus matices y problemáticas.
Ocurre hasta en las mejores tendencias, se sabe cómo empiezan pero nunca en lo que pueden convertirse.
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