EXTREMADURA

La odisea de viajar en un tren del siglo XIX a Extremadura

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El jefe de la estacion de la localidad extremeña de Canaveral,...
El jefe de la estacion de la localidad extremeña de Canaveral, ordenando la salida de uno de los trenes de madrugada ALBERTO DI LOLLI

Lo primero que notan los viajeros del tren entre Madrid y Extremadura es que no embarcan por la misma puerta que los del AVE. En esto, como en todo, también hay clases. La zona de acceso no se ubica en el pabellón de los corredores de alta velocidad, en el primer piso de la estación de Atocha, sino en un modesto recoveco en medio del vestíbulo de Cercanías. Sí, en los Cercanías, pese a que entre Madrid y Badajoz median 404 kilómetros de distancia. Por delante, más de seis apasionantes horas de recorrido en una de las líneas más deterioradas, inseguras y poco fiables del mapa ferroviario español.

El tren que conecta Madrid con la capital pacense, cuyo trazado se remonta al siglo XIX y con parada en 16 estaciones, es un Talgo deficiente que se convierte en mediocre cuando es sustituido por trenes de Media Distancia, de prestaciones inferiores. Sin cafetería, sin asientos abatibles, sin una climatización adecuada, sin películas en las pantallas en los distintos coches y sin servicio de auriculares. Y con una velocidad que en algunos tramos no pasa de los 50 kilómetros por hora.

Las butacas no son un prodigio de la I+D del diseño, pero tampoco resultan incómodas. "El asiento está bien, el tren ya veremos...", rezonga una señora al fondo del vagón. 8:04 minutos de la mañana. Sale puntual, aunque a juzgar por los sonidos que emite la máquina parece que le cuesta arrancar. "Es habitual que parta en hora, lo que ya es más raro es que llegue sin retraso y sin averiarse", advierte Antonia Serrano, 56 años, que se desplaza hasta la localidad cacereña de Navalmoral de la Mata. "Renfe les desea un agradable viaje", indica el mensaje de megafonía. Veremos.

La ruta se despereza a la altura de Leganés y Fuenlabrada, dos municipios madrileños en los que hace parada. El tren extremeño dispone de sólo tres coches con una capacidad de 181 plazas. Cuando sale de Madrid ni siquiera la mitad de ellas están ocupadas. En el tren extremeño se respeta el silencio porque nunca, o casi nunca, va repleto. A cambio, a medida que va alcanzando más velocidad, el convoy despide un ruido intenso, desagradable. Un soniquete que perfora el tímpano.

Los cristales rechinan, las ruedas inferiores chirrían en cada acelerón o frenazo y los vagones tiemblan por la falta de estabilidad. No es que el viajero experimente el riesgo inminente de un descarrilamiento, pero sí la molestia de un servicio que irradia una sensación de inseguridad. A lo largo del trayecto hasta la capital extremeña es habitual que pare en varias ocasiones -un hecho impensable en el AVE y en otras líneas de larga distancia-, al modo del traqueteo de aquellos trenes desconchados que describió Azorín en su recorrido por las posadas finiseculares. "Al principio nos resignamos, pero es cierto que cada vez hay más contestación hacia unos trenes que no cumplen los mínimos exigibles", asegura Eloy Pérez, 23 años, delante de la máquina de vending, la única oferta de avituallamiento durante un trayecto que alcanza la media docena de horas.

"Hay una diferencia abismal entre el tren de Media Distancia y el Talgo. Tarda mucho en llegar, eso es lo peor", recalca Luis Miguel, que acude a trabajar cada día desde Talavera a Badajoz. "El mantenimiento de los trenes deja mucho que desear, la última vez que fui a Madrid el tren se quedó parado entre dos estaciones", agrega Miguel Ángel Pérez. Noelia Muñoz constata las deficiencias de «la vía y las instalaciones. Hay fallos que no se deberían permitir. Y el tren que va a Madrid es mejor que otros muchos que cruzan Extremadura».

Pasan varios minutos de las ocho. El paisaje industrial del extrarradio del sur madrileño muta en fincas de labor y campos plateados con el cielo añil y grisáceo de Castilla. Estamos en la provincia de Toledo. Illescas, Torrijos y, al fin, Talavera de la Reina. La capital de la cerámica es, junto a Mérida y Cáceres, una de las tres estaciones con más afluencia de viajeros de esta línea. Pero el enojo entre su población es creciente no sólo por el deterioro del tren, sino por la falta de alternativas en una ciudad devastada por la crisis, con 12.000 parados. Óscar Muñoz, que viaja todos los días a Madrid por trabajo y es uno de los portavoces de la comisión de transportes de Talavera y su comarca, admite que "las incidencias son el pan nuestro de cada día. Afortunadamente, ahora hay teléfonos y se puede grabar a la gente pisando barbechos por la imposibilidad de seguir la ruta en el tren. Estamos desamparados y por eso el cabreo es monumental".

En todo caso, mientras que para Extremadura la construcción de la línea de alta velocidad que comunique con la capital resulta clave, en Talavera prefieren apostar por la reactivación de la línea convencional. "Un kilómetro de AVE cuesta 12 millones de euros. No nos negamos a que se construya una línea nueva, pero antes Renfe debería modernizar la línea convencional, que ayudaría a vertebrar el territorio y saldría más barato", agrega Muñoz.

El tramo entre Talavera y Plasencia es la zona cero del tren de Extremadura, al ser el que concentra más averías. En la ciudad toledana se bajan alrededor de 25 pasajeros. La estación es un inmueble diminuto y vetusto, impropio de la tercera ciudad de Castilla-La Mancha en número de habitantes. Sin bar, ni marquesinas, ni zona de aparcamiento, ni buses nocturnos. Dentro del tren, llaman al móvil. Imposible escuchar la conversación con nitidez por el ruido infernal de la máquina. Hay que salir a la plataforma entre coches para elevar la voz y hacerse entender.

Después, al llegar a Navalmoral de la Mata, alguien exclama: "¡Pues se ha bajado mucha gente!". Los contamos y son apenas 10 personas, aunque el tren permanece detenido 20 minutos. En Cáceres, sin embargo, apenas tres minutos pese a la diferencia en el trasiego de usuarios entre una y otra. Y el reloj sigue corriendo.

La megafonía recuerda a los viajeros con destino a Valencia de Alcántara que deben hacer transbordo en la capital cacereña. El revisor, tras invitar a los usuarios a sentarse como quieran por la disponibilidad de asientos y para evitar ir de espaldas a la marcha del tren, recuerda que esta línea tiene dos grandes obstáculos. El primero, "una plaga de conejos que perfora las vías por debajo, lo que obliga a poner una malla que evite su entrada". El segundo, la cantidad de pasos a nivel que Renfe aún no ha eliminado. Eso obliga al maquinista a reducir la velocidad constantemente. El viaje se hace denso, pesado, tortuoso. Da tiempo a leer medio Quijote, escuchar completo el Mp3 de música e incluso a pergeñar un reportaje de 8.000 caracteres.

Viajamos a bordo de un S-599. Adif, gestor de infraestructuras ferroviarias, sustituyó en septiembre con este modelo los S-598 que, con una antigüedad mínima de 15 años, aglutinaban el 72% de las incidencias técnicas de esta línea. Los nuevos no son novísimos. De hecho, acumulan ya una década desde su fabricación, aunque desde el Ministerio de Fomento enfatizaron que aportan "mayor fiabilidad". Los datos refutan esta opinión. El último puente del Pilar fue una hecatombe. Pasó de todo: averías, falta de gasoil, fallos en los frenos... A ello hay que sumar, como apunta la plataforma Milana Bonita -surgida a raíz de la reivindicación del tren-, los fallos que Renfe no cuenta como incidencias: falta de bebidas en las máquinas, retrasos de 10 minutos en los viajes, problemas en el servicio de agua en el lavabo...

El despropósito, lejos de ser una excepción, se ha hecho cotidiano. El tren deja tirados a los viajeros con frecuencia, lo que obliga a éstos a seguir la ruta en autobús o a buscar una alternativa andando campo a través, con los bultos a cuestas. Una imagen de tintes tercermundistas impropia de un país que alardea de disponer de la segunda red más extensa de alta velocidad, sólo por detrás de China.

Castejada, Monfragüe, Plasencia, 11:19 horas. "Cuanto para, ¿no?", pregunta una niña a su madre. Para llegar hasta aquí el tren se ve obligado a acceder un ramal y luego volver sobre los mismos pasos para incorporarse de nuevo a la vía que conduce a las capitales extremeñas. La estampa a través de los ventanales emerge entre industrial y ganadera. "Finca La Pardalilla", reza un cartel.

Victoriano Barreras, de 85 años, hijo de ferroviario, nació precisamente en los pabellones anexos a la estación de Monfragüe: "Antes había mucha vida aquí porque era un lugar de cruce y que para hacer las maniobras se necesitaba mucho personal, con las locomotoras de carbón". En su opinión, "lo del tren en Extremadura no se arreglará mientras los catalanes sigan llevándose todo el dinero. Ahora cuando voy al médico a Madrid cojo el taxi. El tren no compensa. La refrigeración se estropea y hace cuatro años en Torrijos nos obligaron a bajarnos y trasladarnos en autobús porque se quedó sin gasoil el tren. Llegamos tres horas tarde".

Se suceden las estaciones solitarias (Mirabel, Casas de Millán, Cañaveral) y, a la altura del arroyo del Sapo y el embalse José María Oriol, nutrido por las aguas del Tajo, el tren circula en paralelo a la N-630. Va tan lento que algunos coches nos adelantan. A ello se suma el terreno escarpado y la estrechez de algunos pasos. Todo contribuye a la calma, como se ve.

El convoy entra en Cáceres a las 12:32 horas. Lo hace rodeado de vías con traviesas de madera del siglo XIX. Tres parroquianos despachan unos cafés en el bar, algo lúgubre. Montan decenas de jóvenes estudiantes que, al ser viernes, se desplazan hasta sus lugares de origen. De repente, tras reemprender la marcha, suena una sirena y el tren vuelve a detenerse. Falsa alarma. No hay avería. "Hoy no te sientes más, por hoy vamos servidas", le dice una usuaria a su compañera de asiento. "Este tren es muy pesado, son muchas horas. Hay que hacerlo porque hay que hacerlo, pero desde luego no por gusto. Estamos aburrías".

Hasta la una y media del mediodía no llega a Mérida y poco más de las dos lo hace a Badajoz. La estación de la capital de Extremadura es algo más pequeña que la de cualquier municipio de la corona metropolitana de Madrid. Insólito. Y la de Badajoz se compone de un vestíbulo estrecho y reducido, una cafetería con una barra kilométrica y unos lavabos en los que mejor no entrar. "Joder, seis horas de viaje", le espeta un señor a la persona con la que habla por teléfono. En coche hubieran sido poco más de tres horas y media.

El Azarías ("milana bonita, milana bonita") de Los santos inocentes o incluso aquel peregrinaje que cursó Alfonso XIII por Las Hurdes moldean la fisonomía histórica de una región que nada tiene que ver con aquel pasado. Pero sigue sin salir del furgón de cola del Estado de las Autonomías. La renta per cápita (17.262 euros) es la última de España. El entorno de Monfragüe, por ejemplo, tiene más paro y menos gente que hace una década, mientras el éxodo de jóvenes acentúa el problema de la despoblación. El tren no sólo es aquí una vieja asignatura pendiente. Es la principal cicatriz de una tierra rayana y olvidada.

"Velocidad alta, no alta velocidad"

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