España

El amargo y agónico final del artículo 155

Declaración de independencia en Cataluña

JORGE ARÉVALO

El 155 tocaba a su fin. Mariano Rajoy devolvería a la Generalitat las competencias arrebatadas en los próximos días, una vez que tomara posesión el Gobierno de Quim Torra. Cataluña y España vuelven a su cauce.

Ésta era, expresada en términos administrativos y despojada de pálpito político, la previsión del Gobierno para esta semana. La comunidad autónoma recuperaba el autogobierno, y aquí paz y después gloria. Pero la realidad ha vuelto a truncar los planes de Rajoy. Otra vez. Puigdemont y Quim Torra están decididos a dificultar el deseo del presidente de levantar el 155 para facilitarle al PNVsu voto favorable a los Presupuestos y despejar así el oscuro panorama de la legislatura.

El final agónico del 155 está siendo un acontecimiento amargo para todos los protagonistas, para todos los actores políticos y para todo el país. La crisis territorial española no parece tener fin y monopoliza por completo el debate político.

En la tarde del viernes 27 de octubre del pasado año, el Senado autorizó al Gobierno, con los votos de PP, PSOE y Ciudadanos, a activar el artículo 155 de la Constitución en Cataluña, después de la declaración unilateral de independencia aprobada por el Parlament. Una hora después, el Consejo de Ministros aplicó la resolución del Senado y destituyó al presidente de la Generalitat y a todo el Govern.

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, anunció al término de la reunión su decisión de disolver el Parlamento catalán y convocar elecciones autonómicas el 21 de diciembre, en uso de sus competencias como máxima autoridad en Cataluña.

Rajoy quería dejar claro que no tenía intención alguna de intervenir la Generalitat, sino de devolver la legalidad a Cataluña dando la voz a los ciudadanos.

Los partidos de la oposición y la práctica totalidad de analistas y medios de comunicación calificaron de "inteligente" y "adecuada" la decisión de convocar elecciones. Una prueba más del fino olfato político del presidente, de su prudencia como gobernante ante una situación endemoniada, y de su capacidad para administrar los tiempos y dejar KO al rival. En este caso, los dirigentes de los partidos de la mayoría independentista que se había rebelado contra el Estado.

Siete meses después de aquello, elecciones catalanas mediante en las que los independentistas revalidaron la mayoría absoluta, el artículo 155 se aproxima a un final que está resultado agónico.

De acuerdo con el texto aprobado en el Senado, el Gobierno levantará estas medidas excepcionales una vez que tomen posesión los nuevos consejeros del Ejecutivo catalán. Si la voluntad declarada de Rajoy era devolver la normalidad institucional y la legalidad a la comunidad de Cataluña, no se puede decir que el presidente haya logrado su objetivo. Salvo que la normalidad consista en un presidente declaradamente racista que obedece las órdenes de su antecesor fugado en Berlín y que ha nombrado consellers a dos políticos encarcelados y a otros dos fugados de la Justicia española.

Nada ha salido como esperaba Rajoy. Todo lo que podía empeorar ha empeorado. Carles Puigdemont, que después de su destitución y posterior huida para no ser encarcelado se consideró un cadáver político, no sólo ha resucitado, sino que lidera desde Berlín la estrategia de la mayoría independentista que sigue controlando el Parlamento catalán.

El final del 155 está siendo penoso para el Gobierno, para la izquierda española, y también para los partidos independentistas, que han elegido presidente de la Generalitat a un rabioso activista cuya obra escrita deja un rastro de racismo y xenofobia contra "los españoles", para escándalo de España, de Europa y del mundo entero.

El racismo de Torra ha asestado un duro golpe a la simpatía que despierta la causa independentista en la opinión pública de algunos países.

La nueva estrategia del independentismo, centrada no en la aprobación formal de leyes o iniciativas que sitúen a sus dirigentes a tiro de la actuación de los tribunales, sino en la teatralidad de una república independiente de ficción, pondrá a prueba la capacidad del Gobierno para responder a actuaciones simbólicas y aparatosas. La toma de posesión del nuevo presidente catalán, clandestina y fuera de todas las normas habituales, es un ejemplo de cómo el 155 ha podido controlar al funcionariado, pero no ha sido capaz de restaurar la normalidad de la institución.

Después del incendiario discurso de investidura de Quim Torra, Mariano Rajoy se aplicó a la tarea de llevar al ánimo de los ciudadanos la idea de que al nuevo presidente se le va la fuerza por la boca. Torra puede decir lo que quiera, pero deberá cumplir la ley porque si no, ya sabe lo que le espera: el juez Llarena. Sin embargo, esta aparente firmeza puede no resistir el contraste con la realidad.

Si Torra mantiene en alto su desafío, aun cuando sea en el territorio de las provocaciones simbólicas, dará la sensación de que el Gobierno catalán se burla en sus propias narices, sin que Rajoy haga nada. El nombramiento de consellers presos o fugados es un buen ejemplo, además de un dislate inédito en cualquier democracia europea. Rajoy se ha comprometido a responder legalmente a los hechos, no a las palabras. La designación de un Govern de estas características, ¿entra en la consideración de hecho concreto que merezca respuesta concreta del Gobierno o son sólo palabras que se lleva el viento?

Con el anuncio de que el Gobierno está analizando la posibilidad de no publicar el decreto de nombramientos del Govern de Torra, Mariano Rajoy lo considera un hecho y frena la acusación de Ciudadanos de permanecer impasible, mientras los independentistas siguen en rebelión.

El presidente ha querido sellar en La Moncloa la unidad de actuación con el PSOE -de forma clara- y con Ciudadanos de manera más escurridiza, ya que Albert Rivera ha pedido un nuevo 155 de contenido más contundente que el aprobado en octubre por el Senado.

El PSOE de Pedro Sánchez apoyó el 155 en octubre sin presumir mucho, incluso expresando tristeza y dolor. Siete meses después, sin embargo, el secretario general socialista se ha mostrado esta semana como el más firme defensor del Estado frente al independentista Quim Torra.

Si es preciso otro 155, sea, ha dicho sin complejos. Sánchez y el resto de los dirigentes socialistas han condenado con firmeza los escritos racistas del nuevo president. El líder socialista ha polemizado con él en la red social Twitter. Pero además, Sánchez ha propuesto cambiar el Código Penal para penalizar el supuesto concreto de rebelión adaptado en el que incurrieron las autoridades de Cataluña y hasta la aprobación de normas legales para que en las tomas de posesión de los presidentes autonómicos sea obligatorio acatar la Constitución. Ni el PP ni Ciudadanos han llegado tan lejos. De hecho, son propuestas que han sorprendido al Gobierno.

Sánchez quiere aparecer ante los españoles como un auténtico hombre de Estado ante su estancamiento -cuando no retroceso- en los sondeos de intención de voto. Después de una temporada en la que el PSOE se ha difuminado, el líder socialista busca apuntalar su condición de alternativa de Gobierno. Rajoy está dispuesto a facilitarle la tarea y le recibió en La Moncloa antes que a Albert Rivera. Con mayores muestras de agrado y más protocolo.

Los socialistas son conscientes de que la crisis catalana ha tenido efectos letales para la izquierda española en general por su excesiva tolerancia hacia los nacionalistas e independentistas. Podemos y su marca catalana han empezado también a tomar conciencia de ello. Xavier Domènech ha endurecido su discurso contra los independentistas y ha cargado expresamente contra el racismo de Torra expresado en sus artículos. Lo mismo ha hecho Ada Colau.

La alcaldesa de Barcelona se ha separado más que nunca de ERC y la CUP, las dos formaciones de la teórica izquierda catalana con las que los comunes mantenían una relación fluida. Incluso Pablo Iglesias ha mostrado su disposición a reunirse con el presidente del Gobierno para tratar la crisis catalana, tal y como le pidió Pedro Sánchez.

El racismo de Torra ha provocado también un gran revuelo en la izquierda independentista. Tanto ERC como la CUP se las ven y se las desean para justificar su respaldo al presidente que les propuso Puigdemont. A pesar de que los máximos dirigentes de ERC están convencidos de que es imprescindible virar hacia el autonomismo, han sido incapaces de imponerse a Puigdemont.

Las críticas de asociaciones pro derechos humanos contra Torra indican que estas formaciones de la izquierda catalana se han desligado de parte de su base social y han renunciado a sus principios ideológicos para abrazar sin matices la causa de Puigdemont.