Opinión

Evocación de Alfonsina Storni

ENTRE COCHE Y ANDÉN

GABRIEL SANZ

La acumulación de edificios frente al océano, que conocemos con el nombre de Mar del Plata, fue fundada en 1874 por un terrateniente llamado Patricio Peralta Ramos. El sueño de una estación balnearia similar a Biarritz en el litoral argentino se convirtió al cabo de los años en una ciudad populosa con una hilera de altos inmuebles a lo largo de la costa que lleva camino de parecerse a Benidorm. Las antiguas villas y palacetes de gente adinerada, circundados de jardines, y los pequeños hoteles y pensiones para los pioneros de los baños de mar han cedido espacio a una arquitectura de regla y tiralíneas, propiciadora de moles de cemento, una al lado de otra.

A esta ciudad, a la que el turismo masivo arrebató su encanto, gustaba de ir a solazarse y a tratar de volver la espalda a sus fantasmas interiores la poetisa Alfonsina Storni (1892-1938), de cuya muerte voluntaria (tomo el concepto de Ramón Andrés, Semper dolens, Acantilado, 2015) se cumplen este mes de octubre 80 años. Una escultura de Luis Perlotti recuerda el hecho junto a la carretera que bordea la costa. Consiste en un bloque vertical de piedra sobre el cual el artista esculpió en bajo relieve, sin pulir, una figura femenina de cuerpo entero. A sus pies, en un ángulo, se adivina el perfil de la escritora.

Sobre la repisa en que se asienta este sucedáneo de menhir se reparten diversas placas que dan cuenta de la muerte por ahogamiento de algunas personas. El monumento, de fácil acceso a los grafiteros, es mejorable o, ya puestos, directamente sustituible por uno que hiciera honor a la relevancia cultural de la homenajeada, sin necesidad de incurrir en la pompa del mausoleo que alberga sus restos mortales en la Chacarita. No en vano el nombre de Alfonsina Storni está estrechamente unido al de Mar del Plata y es común que al forastero recién llegado la curiosidad lo impulse a preguntar por el sitio exacto donde la escritora se quitó la vida.

Una aproximación idónea a la personalidad compleja de esta mujer alentada, celosa de su independencia, convencida feminista y, según cuentan quienes la conocieron, muy suelta de lengua, nos la proporciona la biografía que le dedicó Josefina Delgado. Advertimos en la poetisa una búsqueda constante de aceptación raras veces satisfecha. Hoy día no pocas escritoras de poemas rechazan, a menudo con ademanes agresivos, la denominación de poetisas, encontrándola al parecer peyorativa, apartando no obstante de su consideración la circunstancia de que otras mujeres antes que ellas, en condiciones vitales más desfavorables, se esforzaron por dignificarla, Alfonsina Storni entre ellas.

No fue la única. La primera mitad del siglo XX congregó en el Cono Sur a tres grandes damas de la poesía hispanoamericana. Existe un documento fotográfico, fechado en enero de 1938, que las muestra posando juntas. Son la chilena Gabriela Mistral (Premio Nobel de 1945), la uruguaya Juana de Ibarbourou y la argentina Alfonsina Storni, cuya obra poética, en mi particular y por supuesto rebatible opinión, ha resistido mejor el desgaste del tiempo que la de sus compañeras de letras.

Hasta 1920, Alfonsina, que a la sazón tiene 28 años, no obtendrá la ciudadanía argentina. Había nacido en una localidad del cantón suizo del Tesino, en el seno de una familia italohablante que se había afincado en la Argentina, había decidido regresar al país natal y emigró de nuevo a San Juan, a vista de los Andes, cuando la niña ya ha cumplido los cuatro años.

Las dificultades de adaptación de los emigrados carentes de recursos se agravan por culpa del padre, un hombre dominado por el alcohol, depresivo, colérico e incapaz de sostener a la familia. Alfonsina Storni encuentra un primer refugio en la mentira. Miente compulsivamente en un afán defensivo por modificar la realidad adversa. Y más adelante, con ocasión de la temprana muerte del padre, cambiará el mencionado refugio por otro, este ya definitivo: la poesía, repartida en una serie de títulos con los que poco a poco irá granjeándose la admiración popular, más allá incluso de las fronteras de su país. Y ello a pesar del trato con frecuencia hostil que le dispensa la crítica literaria y de las reticencias de ciertos prohombres de la literatura argentina de la época, como Borges, que la menospreció con lengua buida, o como Leopoldo Lugones, que sencillamente no la tragaba.

Durante largo tiempo, la pobreza afectará negativamente a su vida, limitando sus posibilidades de formación. Alfonsina se sostiene ejerciendo toda clase de oficios. Se embarca con 15 años en la farándula, lava platos en un café, ayuda a su madre en tareas de costura, trabaja en una fábrica de gorras, en una farmacia, como cajera en una tienda, y de este modo se va forjando su carácter luchador y valeroso. Aunque carece del certificado de estudios primarios, se le permite prepararse para maestra. Y entonces, cuando por fin la vida parece decidida a mostrarle una cara más amable, Alfonsina da a luz a un hijo natural, lo que supone un escándalo mayúsculo para la mentalidad conservadora de la época y el fin abrupto de su profesión docente. En adelante, con una criatura pequeña a cuestas, tratará de buscarse la vida en Buenos Aires. Allí se mantendrá a flote trabajando en lo que surja y dando clases de declamación. Poco a poco, sus libros de poesía le van abriendo las puertas de los cenáculos literarios, al tiempo que escandalizan a una sociedad renuente a la expresión de las pulsiones eróticas de la mujer y a las reclamaciones de índole feminista.

El año 1938 le depara a Alfonsina Storni nuevas crueldades. Es un año de suicidios. El del escritor Horacio Quiroga, su gran amigo; el de Leopoldo Lugones, no tan amigo, y el de otras personas del entorno de la escritora. El peso de los años, la soledad indeseada, las carencias afectivas vierten una sombra amarga sobre la escritora. Sin embargo, nada de eso la aterra tanto como la confirmación de que se le ha reproducido el cáncer de mama, en una época en que esta enfermedad suponía una condena segura al dolor y a la muerte.

La noche del 25 de octubre de 1938, Alfonsina Storni pone fin a sus días lanzándose al mar desde una escollera de Mar del Plata. Tenía 46 años. La hermosa canción que compusieron en su honor Ariel Ramírez (música) y Félix Luna (letra), popularizada primeramente en la voz de Mercedes Sosa y después en la de un sinnúmero de intérpretes, imagina para la poetisa un final tan bello como inexacto. Kurt Land (en realidad, Kurt Landesberger) también la hizo adentrarse lentamente en el mar en el desenlace de su película Alfonsina (1957). Si el mito actúa como invitación para acercarse a la obra de esta relevante poetisa, bienvenido sea.